Uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo es aceptar que el mundo en el que vivimos ya no se parece al que conocíamos. No es sólo una cuestión de ciclos o transformaciones lógicas, sino que se trata de una ruptura total con el pasado. La revolución tecnológica, combinada con un cambio radical en las relaciones de poder, de ideologías, percepciones y de las estructuras globales, está redefiniendo las reglas del juego. Ejemplo –y consecuencia– de ello es la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Nos guste o no, estamos en una nueva era. Nueva no significa mejor, sólo distinta.
Las fronteras del poder se están reconfigurando, y las reglas que parecían inamovibles han ido desapareciendo poco a poco. Durante décadas, la política internacional funcionó bajo ciertos principios y acuerdos no escritos que, aunque frágiles, mantenían un cierto equilibrio. Sin embargo, el ascenso de nuevos liderazgos ha puesto en jaque este orden. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no fue sólo un cambio de administración, fue un terremoto en la estructura del poder global. Su visión pragmática, disruptiva y ajena a los convencionalismos políticos ha alterado la dinámica de la geopolítica internacional.
Hoy, aunque los sentimientos nacionalistas sigan ocupando un lugar central en el discurso de muchas naciones, el mundo se encuentra atrapado en una contradicción curiosa, pero, sobre todo, peligrosa. El poder sigue concentrado en unos pocos, pero las decisiones que esos pocos toman es algo que nos afecta a todos. Lo grave es cuando –como es el caso– el destino, la vida y la supervivencia de muchos están en la decisión de pocos que no buscan velar más que por sus propios intereses. Y lo más preocupante es que generalmente esas decisiones se toman como si las lecciones del pasado simplemente hubieran sido olvidadas.
Lo que ocurre en el mundo no es resultado de la voluntad de las mayorías, sino de las decisiones estratégicas de quienes manejan las estructuras de poder. Y la guerra en Ucrania es la expresión más cruda de esa realidad.
La relación entre Trump y Putin no es una coincidencia, es el reflejo de un momento histórico crítico. Ambos, por razones distintas, representan la tensión de sus respectivos países en un periodo de redefinición global. Putin, con su estilo implacable y su determinación feroz, apostó por una guerra que pretendía ser rápida, arrolladora y decisiva. Pero lo que comenzó como una ofensiva relámpago en Ucrania se transformó en un conflicto prolongado y, sobre todo, costoso. Kiev, contrario a lo que algunos analistas y el propio Kremlin habían previsto, no cayó en días ni semanas, y la resistencia ucraniana –liderada por Zelenski y respaldada por Occidente– hasta la fecha ha desafiado todas las expectativas.
La intervención de Estados Unidos y Europa en la guerra no es una especie de labor altruista, responde a una lógica geopolítica. Ambos saben que, si Ucrania cae, no sólo se habrá cedido territorio, sino que se habrá sentado un precedente peligroso. Ucrania podría haberse convertido en la primera de quien sabe cuántas fichas que vendrían en ese efecto dominó provocado e ideado en gran medida por Vladímir Putin.
En el fondo de esta disputa yace una verdad incómoda: tras la disolución de la Unión Soviética se estableció una condición que dejaba claro que Ucrania no debía formar parte de la OTAN ni convertirse en parte de la estructura militar y defensiva oriental. En pocas palabras, que sería un país que no estuviera ni tan cerca de Occidente ni tan cerca de Rusia. Ese fue el acuerdo no escrito que garantizó cierta estabilidad en la región. Pero la geopolítica no es estática y, con el tiempo, las ambiciones de unos y otros fueron desdibujando esos límites hasta que la guerra se volvió inevitable.
Para Rusia, la posibilidad de la adhesión de Ucrania a la OTAN siempre fue considerada una provocación directa. No se trata de una cuestión ideológica ni una obsesión de Putin; es un tema de supervivencia estratégica. No importa cuántas veces se repita el discurso de la soberanía nacional de Ucrania, lo cierto es que en el tablero global hay reglas que, cuando se rompen, traen consecuencias que en algunos casos suelen ser demoledoras. Y Occidente, consciente de ello, jugó con fuego.
En este escenario y bajo este contexto, Donald Trump ha propuesto una solución basada en el pragmatismo más crudo: tierra por paz. No es una idea nueva. A lo largo de la historia, los conflictos territoriales han intentado resolverse con concesiones. Pero hay una cosa que Trump tiene que entender, y que en su tiempo le costó entender a Woodrow Wilson, que es que los vecinos normalmente se odian y tienen razones históricas para intentar zafarse del yugo –en muchas ocasiones opresivo– de quien tiene una superioridad sobre ellos. Y esto es algo que ni los tratados ni los acuerdos ni la diplomacia en su más estricta práctica logran comprender de manera integral hasta que es demasiado tarde y cuando el daño ya está hecho.
Si Putin mide mal y exige una rendición sin condiciones, empujará a Europa –que no está preparada– a estar en condiciones para iniciar el camino de preparación y alistamiento hacia la siguiente guerra. Si Ucrania y sus aliados insisten en mantener una postura nacionalista, intransigente y pretendiendo cobrar por la cuenta histórica acumulada, el conflicto se prolongará indefinidamente con consecuencias y dimensiones desconocidas.
Hay realidades que no pueden dejarse a un lado para poder realizar un análisis objetivo. Hoy, a pesar de las teorías que buscaban demostrar lo contrario, Estados Unidos sigue siendo la principal potencia del mundo. Rusia, lejos de estar debilitada, ha aprendido de sus errores iniciales y ha fortalecido su capacidad militar. Si decide lanzar un golpe definitivo, no sólo pondrá en jaque a Ucrania, sino que podría empujar el conflicto más allá de sus fronteras.
Trump ha decidido cimentar su liderazgo en el poder militar. Su visión del mundo es clara: la fuerza es el único argumento que realmente importa. En este contexto, la guerra no sólo redefine fronteras políticas, sino que también altera la estructura económica global. Y más allá de la disputa con China, más allá de la retórica sobre comercio y tecnología, la verdadera pregunta es si estamos entrando en una era donde los conflictos ya no se resolverán en mesas de negociación, sino en el campo de batalla.
Todo es nuevo. Aunque se trate de una reedición de elementos históricamente conocidos, no hay señales ni parámetros que nos ayuden a prever lo que pueda suceder a partir de este momento. Lo que enfrentamos hoy no es sólo una guerra más, sino el colapso del orden establecido tras la Segunda Guerra Mundial. La lógica que regía las relaciones internacionales está siendo reemplazada por un escenario caótico donde la incertidumbre es la única constante. El viejo mundo, con sus acuerdos, sus pactos tácitos y su frágil equilibrio, está desapareciendo.
Las armas vuelven a ser las protagonistas de este mundo lleno de dudas e incertidumbre. Lo que no se pueda resolver por medio de la diplomacia, lo que no se pudo lograr con innovación o desarrollo, que se defina por lo que dicte la boca de los cañones.
Siempre es fundamental comprender el origen de los miedos que condicionan las explosiones violentas de la humanidad. Como decía el poeta Rainer Maria Rilke, “tal vez todos los dragones de nuestra vida son princesas que sólo esperan vernos actuar una vez, con belleza y coraje”. Queriendo decir que la ternura es la mayor confesión de la fortaleza. Por otro lado, la violencia es la mayor prueba de la debilidad. Para un estadounidense, puede resultar difícil entender que el viejo continente europeo –de donde proviene la cultura de la que, sin duda alguna, forma parte– ha estado marcado, sobre todo, por siglos de miedos cruzados y destrucciones simultáneas. La civilización judeocristiana no sólo es una historia de grandeza, sino también un legado de conflictos interminables.
Cómo se ha visto en los últimos acontecimientos, Rusia nunca aceptará que sus vecinos tengan intenciones hostiles hacia ellos. Del mismo modo, aquellos países que alguna vez formaron parte de la Unión Soviética, por el peso de la historia, jamás confiarán en las buenas intenciones de los rusos.
Por eso, más allá de las negociaciones, el mundo huele a pólvora. Los cañones han vuelto a tomar el lugar de las plataformas de lanzamiento de misiles por una razón simple: estamos reviviendo la esencia más antigua de los pueblos, que se ha transmitido de siglo en siglo.
El mundo debe entender que, entre el miedo, la desconfianza y las ansias de dominio, las atrocidades cometidas por ambos bandos en los campos de cereales ucranianos son el reflejo de una realidad inquietante: esta guerra no es sólo un conflicto aislado, puede ser la chispa que encienda una guerra general en Europa.