Durante ocho años, Open Research (OR), una ONG financiada por OpenAI —la empresa creadora de ChatGPT— ha estudiado la viabilidad del ingreso básico universal (IBU) como política pública. Es una idea que, desde los años sesenta, plantea generalizar el ingreso como derecho fundamental, similar al empleo o la vivienda. Esto implicaría que el Estado distribuya una cantidad mínima para cubrir las necesidades básicas de cada ciudadano.
Entre 2020 y 2023, OR realizó un experimento en el que mil personas de escasos recursos recibieron mil dólares mensuales, mientras que un grupo de control recibió sólo cincuenta. La aplicación del IBU ha generado debates que, por un lado, celebran la medida como una forma moderna de justicia que traería mejoras en la salud y educación de los destinatarios y un aumento en la productividad. Los detractores, en cambio, ven en el IBU una táctica populista. Produciría una inclinación artificial hacia las agendas políticas de quienes la promueven, con peligrosas repercusiones en la ética de trabajo de la sociedad. En algunas ciudades, incluso, se han prohibido experimentos similares bajo la creencia de que las personas que reciben dinero gratis caen en vicios y dejan de trabajar.
En 2024 comenzaron a publicarse algunos resultados y se han anunciado más para este año. Entre los hallazgos destaca, por ejemplo, que los beneficiarios del programa no cambiaron sus opiniones respecto al valor esencial del trabajo y su papel en la dignidad de las personas. Por el contrario, se arraigó la idea de que los programas sociales deberían ser otorgados, sobre todo, a quienes trabajan o buscan activamente un empleo. Tampoco modificaron sus preferencias políticas; no se volvieron más de izquierda ni mejoraron su percepción general de los actores políticos. En cambio, sí incrementaron el gasto en salud personal y contribuyeron más a su comunidad. El nivel de alcoholismo descendió en 20 por ciento y el uso de analgésicos sin prescripción en 53 por ciento, aspectos positivos que fueron todavía mayores entre las mujeres y grupos minoritarios. Sin embargo, también se registró un descenso en el número de horas laboradas de los beneficiarios (alrededor de 1.3 horas menos por semana) al igual que una reducción de 2 por ciento en el empleo y una caída de hasta un 5 por ciento en el ingreso neto de las familias beneficiarias. En resumen, los críticos y los entusiastas del IBU se equivocaron tanto como acertaron. Estos resultados mixtos no evitaron que algunos medios reportaran una “reivindicación de la justicia social”, enfatizando únicamente los aspectos positivos del estudio; tampoco detuvieron que, por ejemplo, un editorial del Financial Times calificara de “fantasiosa” la implementación del IBU, centrándose en la “imposibilidad presupuestaria” que significaría.
Hace una semana escribí que en las negociaciones entre trabajadores y empleadores, buscamos el beneficio mutuo por encima de la victoria. O, en palabras del poeta Yehuda Amijai: “En el lugar donde tenemos razón no florecerán las flores en primavera. El lugar donde tenemos razón está duro y pisoteado como un patio”. Que una de las empresas más influyentes del mundo financiara el estudio más extenso sobre el IBU no es casualidad; detrás está la preocupación por el futuro del empleo ante los rápidos avances tecnológicos. La próxima semana exploraremos esta dimensión y sus implicaciones para el debate sobre la reducción de la jornada laboral a cuarenta horas.