Si Donald Trump no rectifica pronto, en breve crecerá la duda de si concluirá su mandato, dando paso a otra interrogante: ¿cómo terminará ese halcón?
La idea puede parecer exagerada, pero no. Apenas a ciento y tantos días de gobierno, al mandatario se le complica de más en más el cuadro e, increíblemente, lo agrava. En vez de ampliar, reduce adentro el índice de aprobación de su gestión, al tiempo de provocar afuera recelo en los países socios y aliados, y alarma en los que no lo son. Dobla la apuesta, pese a no estar en condición de hacerlo. Así son quienes confunden la prisa con la velocidad, la habilidad con la arbitrariedad y, luego, caen o trastabillan.
Salvo en algunas cuestiones —someter a Panamá, frenar al flujo migratorio, reducir el tráfico de fentanilo y extorsionar a Ucrania—, la epopeya y la grandeza prometidas, lejos de irse concretando, pierden fuerza e impulso ante la realidad doméstica y foránea de Estados Unidos. Tronar los dedos, firmar órdenes, insultar, atemorizar, avasallar u hostigar a quien se le resiste o quiere doblegar no está surtiendo el efecto deseado: el resultado obtenido cuando no es pobre ante la expectativa generada es contrario a ella. Aunado a lo anterior, los agravios cometidos o proferidos por Donald Trump no han tenido aún respuesta cabal por parte de los países o los nacionales, víctimas de la afrenta o la herida. El miedo paraliza en el primer momento, pero si se supera, lleva a la acción.
Desde luego, tanto el presidente estadounidense como quienes dicen entenderlo o, incluso, padecerlo pueden insistir en que ese es su estilo personal, que el chantaje, el acoso y el agravio no son sino simples instrumentos de negociación que aquel domina magistralmente y con los cuales dobla a su contrario y agranda su poderío. Sin embargo, esos recursos los ha llevado más allá del límite que soporta la humillación y ello presagia problemas de una hondura superior y un peligro mayor.
Trump es un halcón de garras filosas, pero con el ala rota, aunque lo niegue.
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Sea porque de forma combinada o separada, la realidad interna y externa atranque la megalomanía del mandatario estadounidense o porque los contrapesos económicos, políticos y diplomáticos, formales e informales, a fuerza lo contengan, Donald Trump puede fingir, pero no ignorar que la pretensión de imponer un supuesto nuevo orden está derivando en un desorden.
Los cetreros del mandatario podrán animarlo no sólo a seguir por donde va, sino también a apretar el paso, pero las dependencias y las agencias oficiales estadounidenses directa o indirectamente vinculadas con la seguridad y la inteligencia doméstica y foránea no pueden descartar incluso la posibilidad de un atentado. Particularmente, el servicio secreto de la Casa Blanca debe estar inquieto, considerando sobre todo que su protegido ya fue sujeto de un ataque en Butler, Pensilvania, y del presunto intento de otro en West Palm Beach, Florida. Pese a la pobre información sobre ese par de agresiones, todo indica que esos actos no fueron perpetrados por parte de sofisticados grupos terroristas, sino de simples nacionales, cuyas motivaciones se desconocen o se mantienen en secreto. Si al aspirar al poder Trump ya estuvo en la mira de algunos electores, al ejercer el poder como lo hace, no es improbable que esté en la diana de otros.
Al cálculo político del mandatario no puede escapar que el cúmulo de agravios cometidos dentro y fuera de Estados Unidos puede engendrar atentados en su contra o, peor aún, de su país. No hay un gramo de especulación en esto; tristemente, la experiencia ya se ha tenido y, en esta ocasión, ya se tuvo.
Ese es el problema de incurrir en agravios desde el poder. Desatan fuerzas y odios insospechados.
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La política interior y exterior de Donald Trump presenta filos en extremo peligrosos.
Presentada como el sueño de la reconquista de la grandeza y la rehabilitación del imperio, la política interior de Donald Trump encandila y entusiasma a parte de los sectores más duros y leales que componen su base. Sí, pero ha lastimado y castigado también a grupos y comunidades de muy variada índole y de muy distintos ámbitos que, a poco a poco, comienzan a reaccionar sin encontrar aún cómo y dónde canalizar su malestar. Si más adelante la política económica desplegada por el gobierno, glorificada en los aranceles, se traduce en más inflación y menos crecimiento, ese malestar puede ir en ascenso y adquirir un tono distinto al visto hasta ahora. La pinza de desilusionados y agraviados puede apretar. ¿Cuánto tiempo resta al mandatario para ratificar o rectificar lo prometido sin que la desaprobación o la resistencia a su gobierno aumente?
Presentada como el rescate de los abusos cometidos contra Estados Unidos por el resto del planeta, en más de un caso la política comercial y exterior raya en la provocación sin saber qué y cuántos nervios toca. Más allá de las potencias o regiones que encaran esa ofensiva con firmeza o cautela, no son pocos los países vejados groseramente por Donald Trump. El planteamiento de convertir la franja de Gaza en un resort turístico en sociedad o complicidad con el genocida Benjamín Netanyahu; de recuperar el Canal de Panamá; de comprar Groenlandia; de integrar como estado a Canadá; de intervenir militarmente con amabilidad México; de emboscar al presidente de Ucrania en la Oficina Oval… no son puntadas, son manifestaciones de una zafiedad de alcance y efecto desconocido.
Puede jugar Donald Trump a ser el dictador imbatible o el domador del miedo por unos días, pero no por siempre.
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Las garras del halcón pueden brillar por su filo, pero con las alas rotas su destino es la caída. Si Donald Trump no lo sabe, sus cetreros deberían de prevenirlo.