Sabido es que en cualquier guerra lo más importante es quitarle al enemigo las ganas de luchar. Desde hace muchos años –incluso antes de Hiroshima y Nagasaki–, dada la imparable capacidad industrial de Estados Unidos, cualquiera que se involucrara en un conflicto con ellos debía tener presente que, a la hora de la verdad, aunque la capacidad de matar o la de desafiar pudieran ser iguales o comparables, en lo que respecta a la capacidad de trabajar –la producción de barcos, aviones, cargamentos, fusiles, ametralladoras o bombas atómicas – Estados Unidos no tenía competencia.
Trump, sin embargo, ha olvidado lo más importante: el campo de batalla es la incertidumbre del soldado.
En las legiones romanas, la noche anterior a las batallas se llevaban a cabo dos acciones. Primero, se ayudaba a los legionarios a conciliar el sueño, ofreciéndoles un poco de vino o lo que tuvieran a mano, y segundo, se les aseguraba la victoria, pues permitirles dudar significaba comenzar a perder la guerra.
También es bien sabido que toda arma, al usarse, pierde 50 % de su eficacia. Hasta el momento es difícil prever hasta dónde, qué tan profundo y qué impacto tendrán las acciones de Donald Trump. Especialmente porque ahora, tanto los estadounidenses como el resto del mundo dependen de la capacidad de reacción social de la democracia más antigua, completa y admirable de la historia.
Otra cosa es que, en este preciso momento, lo fundamental es mantener viva la democracia, para que los defectos, errores y aspectos negativos no reemplacen lo bueno que se ha ido construyendo.
Desde esa perspectiva, la batalla de los aranceles, la manera de entender el poder y la confesión pública y burla de Trump afirmando que muchos dirigentes internacionales le están “besando el trasero” y haciendo todo lo posible para negociar con él, adquieren una gran relevancia. Sin embargo, no se puede dejar a un lado que todo lo que está sucediendo representa una dura prueba tanto para América como para el propio Trump.
Dudo mucho que a Donald Trump le preocupe la historia; es más, todo parece indicar que vive, se comporta y actúa como si ésta sencillamente no importara. Y realmente, al comparar sus declaraciones con las pronunciadas hace 35 años por figuras como Oprah Winfrey, se evidencia que, en este caso, para él la historia no importa nada.
La historia, sin embargo, ha sido indiferente. Con fundamentos muy cuestionables y con ese gesto tan poco profesional con el que regresó a la Presidencia, desde su salida de la Casa Blanca en 2020, Trump ha perseguido dos objetivos. El primero, acabar con cualquier poder que pudiera no sólo enfrentarse, sino dudar de la rotundidad de su autoridad. Y segundo, demostrar que él y sólo él es quien manda, no sólo dentro de las paredes del Despacho Oval, sino hasta allá donde él lo quisiera, o al menos eso es lo que piensa.
Error, grave error fue cuando los ricos, millonarios y empresarios dominaban el poder político. Eso fue precisamente lo que en 1913 impulsó al presidente Wilson a crear la Reserva Federal. Más adelante, Theodore Roosevelt, conocido como el Trust buster (destructor de confianza, en español), emprendió varias acciones clave para limitar el poder de grandes empresarios y corporaciones como JP Morgan, en un momento en que los llamados “barones del capital” con el fin de no depender de lo que Morgan y sus allegados pudieran imponer al gobierno federal de Estados Unidos. Pero es aún más preocupante tener un presidente sin límites, sin respeto ni temor, que piense que todo en el mundo existe para darle la razón y consolidar su posición de supremacía.
Los pequeños accionistas estadounidenses adquieren sus carteras en función de los valores que conforman el índice bursátil. Estos valores han sido gravemente atacados y, aunque se recuperen, se demuestra que, en primera instancia, no queda más remedio que enfrentarse a Estados Unidos. Y, sin importar las “armas nucleares económicas” de que dispongan algunos, los demás tendrán que recurrir a palos, horcas o lo que sea, pero, como sea y tarde o temprano, se tendrán que defender.
El enfrentamiento entre China y Estados Unidos marca un punto de inflexión histórico. China, un país simbolizado por su gran muralla y que ha vivido con el temor a ser invadido, ahora ve amenazada su capacidad para tener éxito en las inversiones y en su trabajo.
Nos encontramos, pues, ante el choque entre un modelo especulativo financiero y uno de manufactura. Naturalmente, lo peor que podía ocurrir es que dicho enfrentamiento se diera…y pasó.
Además, por si no fuera suficiente, en este momento se está desafiando el poderío económico que se está forjando como consecuencia del rearme europeo. En ese sentido, es importante destacar, en primer lugar, que se ha restaurado el espíritu de lucha –lo cual es perjudicial para quien lo provoca–. En segundo lugar, que por ese camino no quedará otra salida más que la desaparición absoluta. Y, en tercer lugar, que, al haber convencido tanto a Europa como a China de que no tienen otra opción que luchar, 50% de la batalla ya está perdida.
Aunque, por supuesto, lo que también podría socavar la estabilidad general es una implosión interna. ¿Cuánto tiempo podrá sostenerse la sociedad estadounidense en medio de esta situación? Especialmente teniendo en cuenta que, desde el pasado viernes, los pequeños inversionistas, los jubilados y aquellos que no se consideran genios tan dudosos como Elon Musk ya están viendo en sus estados de cuenta el elevado costo que ha implicado la aventura de Trump.
Una pérdida acumulada de 9% de Apple significa que todo el pueblo de Estados Unidos –y, en muchos casos, amplias partes del mundo– está sufriendo las consecuencias del aventurerismo económico, financiero y político de un solo hombre.